Recién cuando cae la tarde en Alberdi, bajo un algarrobo, Gerónima deja salir la primera sonrisa. Dice que los guaraníes son de ceño fruncido. Por el trabajo forzado, se justifica. En ese gesto se dibuja el arco vital de la ahora directora del Instituto de Culturas Aborigen. A los diez años, sin documentos, sin saber hablar castellano, llegó a Córdoba desde Paraguay y fue sometida a la servidumbre. La lengua guaraní fue tabla de escape para forjar su militancia por los derechos de los pueblos originarios.

Es lunes del fin de semana largo. Sus compañeres comechingones la invitaron a una juntada en la casa comunitaria de barrio Alberdi, León Pinelo 32, y ahí, tras un vaho de leños y hierbas aromáticas, bajo un algarrobo abuela (sic) de 500 años, Gerónima Martínez me habla de su vida guaraní.

La casa de Pinelo, en ruinas −sobre cuyo terreno cómodamente podría levantarse un edificio−, ha sido hasta hace poco, sede de la seccional 11 de Policía. Pero, cuenta Gerónima, a principios de Siglo XX era del cacique comechingón Belisario Villafañe. Por eso cuando la seccional fue trasladada, sus descendientes y el pueblo comechingón la recuperaron y ahí están, luchando por el título de propiedad que, reclaman, les corresponde.

Hace 40 años que Gerónima Martínez vive en Córdoba. Con engaños, para que acompañara a una señora mayor durante un viaje, la trajo desde Paraguay una familia que le quitó el documento y la retuvo como sirvienta.

No la mandaron a la escuela.

Gerónima tenía diez años y solo hablaba guaraní. En esa casa estuvo cinco años. Después huyó. Hasta que se hizo mayor de edad y pudo viajar a ver a su madre, anduvo de familia en familia. Mucha gente intentaba ayudarla, pero ella siempre se iba. Terminó a cargo de un Juzgado de Menores, donde su caso fue caratulado, secuestro.

Lo ha contado una, otra, otra vez. Y dice que en Córdoba, seguramente hay muchas Gerónimas. Quisiera sin embargo, no hablar tanto ya, de su estremecedor desembarco en esta ciudad. En cambio, durante la conversación vuelve reiteradamente a los derechos de los pueblos originarios, amenazados por el avance del desarrollo inmobiliario sobre sus territorios. En barrio Alberdi, antiguo pueblo comechingón La Toma, donde los edificios empujan a los descendientes de los habitantes originarios, y en las sierras, sobre las que se trazan carreteras. Mientras Gerónima me explica, los dueños de la Casa Comechingona y un grupo de vecinas y vecinos dejan el fogón y van hacia Tribunales: es la hora del acto en defensa del ecosistema y los lugares sagrados por donde avanza la Autovía de Punilla.

Gerónima Martínez milita en esto desde 1992. Cuando al cumplirse 500 años de la llegada de Cristóbal Colón, en toda América hispana se levantaron voces invisibles. En Córdoba, acompañades por el sacerdote Horacio Saravia −histórico defensor de la causa aborigen−, se nuclearon en torno a su parroquia San Jerónimo (a pocas cuadras del cementerio ídem). Muches todavía vivían ocultando a sus antepasados: aun hoy; para evitar la hosquedad de algunas miradas.

Hacía rato que Gerónima Martínez había perdido la fe católica. Al cura −Horacio, como lo llaman todes ahí−, no le importó. La ayudó a sobreponerse a su historia de secuestro y desarraigo. De indocumentada. Gestionó su tutela ante el Juzgado, la alojó durante años en una vivienda, cerca de la parroquia, en la que vivían chicas y chicos necesitades de protección. Y decidieron no avanzar con la causa penal por su secuestro. Habrán creído que me protegían de la pobreza, −dice Gerónima, omnicomprensiva, de quienes la arrancaron de la aldea guaraní; de su madre y sus nueve hermanes.

En esa casa de la parroquia donde estuvo siete años, su vida dio un vuelco. Terminó la escuela en un acelerado para adultes (algo había estudiado en su tierra, pero aprendido poco: Nos daban clases en castellano, que no entendíamos, recuerda. Unas señoras guaraníes, que trabajaban para el patrón. Y las describe: muy lindas, con sombrero, guantes y sombrilla. ‘El patrón’, eran los dueños de las plantaciones. Con derecho al chineo, práctica que sigue viva, denuncia. Casas de material ‘el patrón’. De adobe y ramas, sin agua ni luz, ella y su gente).

Fue aprendiendo. El valor de sus ancestros, de su lengua guaraní, de sus territorios. A dejar de ser la sirvienta. Luna encendida, se nombró. Nos comenzamos a agrupar. Quisimos contar que no éramos algo del pasado, dice Gerónima Martínez, y calcula que su apellido habrá sido el de algún encomendero. Como a cosa de su propiedad, ponían su apellido a los guaraníes que trabajaban bajo su mando.

Formaron el Instituto de Culturas Aborígenes (ICA) y Gerónima se animó a dar clases de guaraní. Aunque no le gustó estudiar, se recibió de profesora de culturas aborígenes en el mismo Instituto y unas dos décadas después, antes de la pandemia, la eligieron directora académica. Me impulsaron, pero no me quiero quitar mérito. Yo siempre fui al frente. No me eché atrás, dice. Todo, un mismo tono de voz. Como para no molestar.

En el ahora Instituto Superior de Lenguas y Culturas Aborígenes, sobre Enfermera Clermont 930 (siempre Alberdi), se cursan dos tecnicaturas y cuatro profesorados. Lengua, historia, interculturalidad… Cuesta, lamenta Gerónima Martínez (que en septiembre cumplirá 50 años). Casi 300 estudiantes; 80 trabajadores. Pero lo más difícil, que se acepte nuestra propuesta intercultural. Todavía hay un prejuicio con lo aborigen, reclama Gerónima directora.

Está casada desde hace 23 años con José del Pilar Prieto, guaraní. Herrería, construcción. Cuatro hijes. Hilario, el mayor (el nombre de su abuelo paterno), estudia para cura. Por los cánticos que su madre le tarareaba en la cuna. Crée Gerónima, el rostro, como terciopelo. La primera sonrisa de la tarde. Los guaraníes somos de ceño fruncido, se justifica antes de la pregunta. Será por los trabajos forzados, especula. Tomás e Ignacio. La única chica, Delfina (como la abuela materna), de 14, es feminista. Sienten orgullo de la historia de su madre y de su padre. Pero ya no son guaraníes nativos. Son del nuevo territorio, balbucea Gerónima Martínez.