Cómo han virado los discursos mediáticos y culturales desde la aparición de Ni Una Menos, suscribiendo a un cambio social motorizado desde las calles por el clamor feminista.

Ni reino distante ni tiempos remotos: había una vez un país donde la violencia doméstica era silenciada; que un hombre matara a una mujer era “un crimen pasional”, no existía la palabra femicidio; los violadores seriales recibían simpáticos motes como “El sátiro de la carcajada”. Un país donde, cerca en la cronología, cierta conductora de los mediodías, perenne y entronizada, podía preguntar sin cortarse medio pelo: “¿Vos qué hiciste para que te pegara?”. Un año antes, en 2014, “el gran diario argentino” así titulaba el cruento crimen de Melina Romero, de 17 años: “Una fanática de los boliches, que abandonó la secundaria”, atento a hurgar en detalles que no venían a cuento, para caracterizarla como una vaga, una buscona. Por esos días, declararse feminista seguía haciendo asunto de gueto, y no eran pocas las que preferían definirse “humanistas”, como si de opuestos se tratase. La sociedad era otra; también el registro con el que se la contaba, a pesar de décadas de lucha que no habían logrado torcer definitivamente el discurso hegemónico.

Machista discurso hegemónico que ya no cuela; o al menos, ya no cuela sin que suenen las chicharras de alarma. Casi de la noche a la mañana en términos de Historia, y acaso propulsado por el contundente batacazo que fue el primer Ni Una Menos, el cambio se comenzó a instalar: las problemáticas de género más urgentes de pronto estaban en agenda, la sociedad dejaba de hacerse la sota, poco a poco los modos de decir se modificaban… Tan irrefrenable la revolución que, en el ínterin, arrinconó a algunos de los personajes más tóxicos del espectáculo. No es arqueología, pasó hace apenas 2 años: el “intruso” number one se autodefinió “machista en recuperación” y dedicó una semana de su franja a hablar con algunas referentes mediáticas.

Hasta Tinelli ensayó un -relativo- mea culpa por décadas de estropicios misóginos y dijo tener el GPS recalculando. Conversión instantánea, más rápida que la de Pablo camino a Damasco, al servicio del nuevo mercado… De hecho vemos que un panelismo feministoide sigue sudando la gota gorda para aggionarse a los aires nuevos, dejando de ser exclusiva vitrina de quilombetes de pacotilla y affaires para incluir casos de abuso, debate sobre aborto, tópicos como violencia laboral o brecha salarial. Mucho ha tenido que ver el colectivo Actrices Argentinas y su labor perseverante, con la denuncia en vivo contra Juan Darthés explotando los rating de todos los noticieros.

Abriendo el abanico, las ficciones en tevé afinaron la perspectiva de género y se animaron a abordar la problemática del alquiler de vientre y formas de maternidad disidente en, por caso, «Pequeña Victoria», con la actriz trans Mariana Genesio entre el elenco estelar. Ligeramente inspirada en la historia de Raquel Liberman, antaño secuestrada por la terrible red de trata Zwi Migdal, el culebrón «Argentina, tierra de amor y venganza» hizo lo propio con la prostitución forzada. “Ídolo. Campeón. Femicida”, rezaba desde su afiche la serie Monzón, que bajó al héroe popular del éter para recordar cómo asesinó brutalmente a Alicia Muñiz, previamente mujer golpeada. Y la sobresaliente tira «Entre caníbales» pergeñó una vendetta de telenovela, magistralmente orquestada por una mujer -Natalia Oreiro- que hacía pagar a los hijos del poder que la habían violado 20 años atrás.

En cine, algunos ejemplos recientes: en Línea 137, la realizadora Lucía Vasallo eligió una perspectiva inhabitual para visibilizar la violencia patriarcal, poniendo en foco la titánica labor de quienes reciben los llamados de auxilio. La conflictiva relación entre madres e hijas, bastante tratada en ficción pero raramente en documental, era expuesta con singular franqueza por Sabrina Farji en Desmadre. Del duelo de un matrimonio que rompe pisando los 60 trataba La cama, primer largo de Mónica Lairana: pieza autoral que, con sensibilidad, muestra desnudos y escenas sexuales entre adultes mayores, contra la dictadura de la juventud… En teatro, cantidad de iniciativas, como el Festival Nacional de Teatro sobre Violencia de Género, que el pasado noviembre celebró su cuarta edición. En artes, la tendencia global de rescatar a valiosas pintoras del inmerecido olvido caló en Argentina, y se han sucedido retrospectivas de Norah Borges, Mildred Burton, Remedios Varo…

En radio, aunque sigan siendo las menos, habemus más mujeres conduciendo. Incluso las locutoras han ganado más lugar dejando de ser florero ronroneante que solo tenía permitido dispensar hora y temperatura, leer mensajes de oyentes, algún coqueteo con el conductor de turno… Y aunque sigue vivito y colendo ese extraño invento argentino en programas informativos de cómicos lanzando pullitas entre noticias para “aligerar” el mood, ya no la tienen tan fácil para disparar contra suegras y brujas (así nombradas las esposas con ánimo despectivo): el que intente un chiste machista casi seguro se encontrará con quien le retruque o le saque tarjeta roja.

Acaso para no hundirse, la publicidad también se ha subido al barco siguiendo los vientos de cambio, y hoy es habitual que agencias fichen a consultoras de género, diversidad y comunicación inclusiva para sacudirse perniciosos sesgos de antaño. Lentamente se animan, además, a bellezas no hegemónicas. A paso caracol, sí, pero va, va… El buen hacer, por cierto, viene con recompensa de destacarse en la labor, como el internacional Glass Lion que entrega el festival Cannes a las campañas que luchan contra los estereotipos de género, o el BrandAid que, con símil espíritu, se celebra en huestes locales. Así, parecen ya de otra galaxia ejemplos no tan distantes, de los 80s, cuando la pantalla chica devolvía una sucesión de turgentes culetes en primerísimo plano para vender un televisor (“Hitachi, qué bien se te vé”), o a muchachas sensuales con ojos en compota susurrando “Dame otra piña”, como quien pide una caricia, para promocionar la recién llegada piña colada American Club.