Cuando las Madres fueron a la Plaza por primera vez, el 30 de abril de 1977, no sabían –ni siquiera lo imaginaban– que estaban creando uno de los movimientos sociales más originales, potentes, fecundos y transformadores de la Historia.

Para ese pequeño grupo de mujeres no había, siquiera, dimensión histórica alguna en esa acción concreta: solo había lugar para la urgencia y la necesidad imperante de encontrar alguna respuesta a su reclamo por la búsqueda de sus hijes desaparecides.

Aquel sábado (sí, fue sábado) 30 de abril de 1977, la dictadura llevaba 1 año y 38 días en el poder, tras el golpe cívico militar que había interrumpido el orden democrático, el 24 de marzo de 1976.

Desde esa fecha nefasta, el Terrorismo de Estado se había desatado con virulencia y sin pausa en el país. En ese proceso de brutal represión, cientos de madres de desaparecides comenzaron a cruzarse en comisarías, cuarteles militares, iglesias, etcétera.

Iban a reclamar y denunciar sus casos particulares. Desesperadas, yendo de un lado para el otro, buscando información sobre sus hijes, comenzaron a repetirse las mismas caras, los mismos rostros angustiados que no encontraban respuestas a su clamor de madres.

Fue una de ellas, Azucena Villaflor de De Vincenti, quien en la puerta de una de las iglesias a las que acudían sistemáticamente, pegó un grito de hartazgo: «Acá no conseguimos nada. Nos mienten en todas partes, nos cierran todas las puertas…»

Siguió Azucena: «Tenemos que ir a la Plaza de Mayo y quedarnos allí hasta que nos den una respuesta. Tenemos que llegar a ser 100, 200, 1000 madres, hasta que nos vean, hasta que todos se enteren y el propio Videla se vea obligado a recibirnos y darnos una respuesta»

El grito surtió efecto en sus compañeras: acordaron ir a la Plaza la semana siguiente.
El 30 de abril de 1977, el día con el que marcaron a fuego el calendario de la Historia argentina y, también, el destino de la dictadura.

Era sábado. Se encontraron a las diecisiete en Plaza de Mayo que, en un frío día no laborable de otoño, estaba desierta. Eran muy poquitas –catorce– y tenían mucho miedo. La convocatoria fue tan escasa para su propósito inicial que acordaron que volverían la semana siguiente.

Coincidieron en que sería mejor hacerlo en un día laboral, para que hubiera más movimiento. Alguna propuso que fuese un viernes, pero otra, supersticiosa, sostuvo que los viernes eran “día de brujas”. Así fue que decidieron ir un jueves.

Decidieron, también, adelantar el horario de la convocatoria para que coincidiera con el cierre de los bancos, la hora en que en el microcentro porteño la gente va y viene alrededor de la Plaza.
Así quedó establecido el ritual: jueves, 15:30 horas.

Debido a que regía el estado de sitio y a que estaba prohibida la concentración de tres o más personas en la vía pública, en uno de aquellos primeros encuentros, la Policía les dijo que debían “circular”, por lo que se tomaron del brazo y comenzaron a caminar, de a dos.

Nacía así la marcha (no es una «ronda») que, desde entonces, sostendrían todos los jueves a las 15:30 horas hasta la actualidad. Al día de hoy: 2.194 jueves ininterrumpidos de presencia política en la Plaza de Mayo.

Más allá del «traspié» en la elección de la fecha, aquel 30 de abril de 1977 las Madres reafirmaron su maternidad con un parto colectivo: sin saberlo, estaban pariendo un nuevo movimiento social, cuya identidad quedaría marcada por la Plaza que les daría parte de su nombre.

Desde entonces, el significado y la importancia de la presencia de las Madres en la Plaza fue convirtiéndose en un símbolo global de lucha y resistencia, a partir del coraje de estas mujeres para desafiar el terror y contrastar, con su acción, el silenciamiento generalizado.

Esa había sido la concepción de Azucena: abandonar el camino individual, que les resultaba inútil, e inventar algo nuevo. Lo nuevo era ir a la Plaza y, al hacer visible su reclamo, crear este rito que nos convoca cada jueves junto a les 30.000, que cumple 43 heroicos años.