El posteo en las redes de unas breves referencias del presidente Alberto Fernández sobre el funcionamiento del aparato judicial en la Argentina, más el envío al Congreso de la Nación de un proyecto de ley para modificar el régimen jubilatorio de los miembros de aquel Poder despertó declaraciones de resistencia y movimientos en torno no solo de la institución judicial, sino de la coalición social que ve en ese Poder la esencia de su proyecto político. De allí que se dispare el interrogante: ¿Por qué es tan complejo y difícil plantear reformas en el Poder Judicial?

Las democracias modernas se han apoyado en el principio republicano que establece la existencia de tres “instituciones separadas que comparten poder”, según la conocida definición del politólogo norteamericano,  Richard Neustadt. Separar incumbencias en la tarea de gobernar parecía el antídoto para prevenir las tiranías, caracterizada justamente por la concentración de las facultades de legislar, ejecutar y juzgar las políticas. Erróneamente se dice, lo ha pronunciado incluso un ministro de la Corte Suprema, que el Poder Judicial no gobierna porque esa atribución sería exclusiva del Ejecutivo. La sanción de leyes, su ejecución y la instancia de control que implican los tribunales, todo hacen a la tarea de gobernar. De allí la frase citada sobre instituciones que comparten poderes, pues el Congreso sanciona las leyes, pero el Ejecutivo puede emitir decretos y resoluciones incluso con mayor impacto. El Poder Judicial interviene cada vez más cuasilegislando sobre las políticas públicas (recordemos el fallo sobre la cuenca Matanza – Riachuelo que intimó a los poderes Ejecutivos de Nación, Provincia y municipios involucrados a ocuparse del tema y que derivó en la creación del ACUMAR). El Congreso además de poder llevar adelante juicios políticos a funcionarios, participa de manera relevante en el nombramiento de los jueces en el Consejo de la Magistratura.

No existe autonomía o independencia absoluta de los poderes del Estado, pues la misma Constitución los coparticipa en el rol de gobernar con funciones separadas que no pocas veces se pisan. Cuestión central a tener en cuenta a la hora de plantear reformas o de negarlas. Y allí es notable las resistencias que genera la posibilidad de plantear cambios en el Poder Judicial, mientras que los otros poderes parecen más permeables en ese sentido.

La reforma Constitucional de 1994 introdujo cambios en el Ejecutivo al crear la figura del Jefe de Gabinete, reducción del mandato presidencial con reelección, reglamentación de los decretos con la creación de los DNU, delegación a las provincias de la explotación de los recursos naturales, etc. En el Legislativo se incorporó un tercer senador de manera que modificó las relaciones de poder en el Senado, puede destituir al Jefe de Gabinete pero no puede nombrarlo; mediante dos leyes ambas cámaras fueron reguladas primero por la llamada “ley de cupo femenino” y recientemente por la de “paridad de género”. En 2002 se derogó el sistema jubilatorio especial que tenían los legisladores nacionales y los ministros del Poder Ejecutivo, no así el de jueces y embajadores. La Constitución de 1994 también introdujo cambios en el Poder Judicial al diseñar el Consejo de la Magistratura para el nombramiento y destitución de jueces y creó el Ministerio Público Fiscal.

También limitó la edad de ejercicio de los jueces a los 75 años, pero no fue sino 18 años después que la Corte aceptó esta limitación. El resto de la estructura judicial, permaneció inalterada. El desbalance es evidente. Recordemos además que, ante cada golpe de Estado en la Argentina, mientras los poderes ejecutivos y legislativos eran vaciados de sus miembros, el Judicial sobrevivía inalterado. Por algo los ministros de la Corte Suprema se apuraron a validar primero el golpe de 1930, para asegurarse la permanencia en sus cargos, lo mismo que el entonces Procurador General de la Nación Horacio Rodríguez Larreta.

Una institución renuente a los cambios, plantada en su poder a la hora de debatir(se) reformas y adaptaciones, en un entramado más amplio que incluye a los magistrados, los fiscales, las asociaciones profesionales, los medios de comunicación y por sobre todo la elite económica que ve en ese conservadurismo institucional, la garantía de un poder político que no le es lejano. Es manifiesto el inconformismo de buena parte de la sociedad con el Poder Judicial (que además ha tenido esta victoria semántica y logró que lo denominemos “la justicia”); es evidente también que se ha utilizado a este poder para perseguir opositores violando el debido proceso al establecer encarcelamiento a personas vinculadas al peronismo cuando los procedimientos no

lo ameritaban; por esas prácticas la democracia ha quedado manchada gravemente en nuestro país. Retomamos la pregunta entonces respecto del para qué de una reforma y lo primero a mencionar es que las reformas en las democracias modernas están dirigidas a que las instituciones funcionen mejor en un sentido y no en tener “mejores personas” en ellas. No es una reforma moral, sino política, lo que se busca es que sea más eficaz en el cumplimiento de sus objetivos y más democrática en su funcionamiento. Ahora bien ¿cómo se logra que el Poder Judicial imparta mayor justicia? Y muy particularmente porque de seguro impacta en este aspecto: ¿cómo se democratiza la justicia? Es el único Poder en el cual la ciudadanía tiene escasa incidencia, ya que sólo participa de la elección de jueces y fiscales de modo indirecto. Por eso: ¿Cuáles otros mecanismos se pueden habilitar?

Por otra parte, este modelo de Poder Judicial fue creado en Europa cuando aun existían monarquías con poder y hacía imprescindible tener un sistema jurídico fuerte frente a un rey ¿Es necesario mantener vestigios de ese diseño? Por ejemplo: ¿Por qué los jueces no rotan en los juzgados? Es este estancamiento, este conservadurismo el que ha permitido que el Poder Judicial esté habitado por hombres y mujeres dispuestos a cercenar derechos constitucionales a líderes políticos y a no oír, o a hacerlo muy distanciadamente, el reclamo de los mas pobres. O a atender las nuevas demandas emergentes. Si la estructura no es sacudida no puede esperarse que dé nuevas respuestas, y por eso debe asumirse que plantear esa reforma será una tarea tan necesaria como ardua en la que el gobierno deberá reunir alianzas en pos de lograr mayor democracia. Es sin dudas un aspecto pendiente de nuestra ya consolidada (o no tanto) democracia. De un sistema judicial renovado depende la posibilidad de abrir nuevos horizontes de justicia.