La dictadura monárquica de Arabia Saudita anunció el martes que había llevado a cabo otra ola de asesinatos, ejecutando públicamente a 37 personas en las ciudades de Riad, Medina y La Meca, así como en la provincia central de Casim y en la provincia Oriental del reino.

Uno de los cadáveres sin cabeza fue luego crucificado y dejado colgando en público como una espantosa advertencia para cualquiera que incluso considere oponerse al poder absoluto de la familia real gobernante.

El régimen anunció que aquellos que fueron llevados a las plazas públicas para ser decapitados con espadas habían sido castigados «por adoptar ideas terroristas y extremistas y por formar células terroristas para corromper y desestabilizar la seguridad».

En Arabia Saudita, una ley antiterrorista adoptada en 2017 define como «terrorista» a cualquier persona que «perturbe el orden público», «estremezca la seguridad de la comunidad y la estabilidad del Estado» o «exponga su unidad nacional al peligro». La ley esencialmente establece la pena de muerte para cualquiera que se atreva a criticar a la monarquía saudí o a su gobernante de facto, el príncipe heredero Mohammed bin Salman.

Bajo bin Salman, el aliado más cercano de la Administración de Trump en el mundo árabe, el número de ejecuciones se ha duplicado. El año pasado, el régimen decapitó a 149 personas, pero ya le ha cortado la cabeza a 105 personas en 2019.

Se sabe que al menos 33 de los 37 condenados a muerte esta semana eran saudíes chiíes. En el caso de 14 de ellos, sus presuntos «crímenes» se derivaron de las protestas masivas que en 2011 arrasaron la provincia Oriental, la cual es predominantemente chiita. Las manifestaciones planteaban demandas populares de reformas democráticas y el fin de la discriminación y la opresión de la población chií en manos de una monarquía sunita cuyo Gobierno está ligado a la doctrina religiosa oficial y patrocinada por el Estado del wahabismo, una secta sunita ultraconservadora.

Otros 11 fueron acusados de espiar a instancias de Irán.

A ninguna de estas personas se les permitió hablar con abogados durante las investigaciones que se llevaron a cabo mediante tortura. Se les negaron las visitas de sus familias y se les mantuvo en régimen de aislamiento durante estas pruebas, y fueron condenados a muerte a través de juicios en masa fraudulentos que carecían incluso del mínimo debido proceso.

Los brutales asesinatos estatales llevados a cabo por el régimen en Riad constituyeron un acto político calculado con objetivos tanto nacionales como internacionales. Su objetivo inmediato es intimidar a la minoría chií, que constituye aproximadamente el 15 por ciento de la población y se concentra en la provincia Oriental, una región clave productora de petróleo.

Al menos tres de los condenados a muerte eran menores en el momento de sus presuntos delitos, lo que convierte sus ejecuciones en una flagrante violación del derecho internacional que prohíbe la pena de muerte para los niños.

Abdulkarim al-Hawaj, tenía 16 años cuando fue arrestado y acusado de participar en manifestaciones y usar las redes sociales para incitar oposición a la monarquía. También se alegó que ayudó a hacer pancartas con consignas que denunciaban al régimen. Fue declarado culpable sobre la base de una confesión obtenida mediante tortura. Lo sometieron a descargas eléctricas y lo mantenían encadenado de sus manos sobre su cabeza.

Salman Qureish fue arrestado justo después de cumplir 18 años por presuntos delitos cometidos cuando era menor de edad. Denegándole sus derechos legales básicos, fue condenado a muerte en un juicio en masa.

Mujtaba al-Sweikat, arrestado a los 17 años y ejecutado el martes en Arabia Saudita

Mujtaba al-Sweikat tenía 17 años cuando fue arrestado en el Aeropuerto Internacional King Fahd. Lo capturaron cuando se preparaba para abordar un avión a los Estados Unidos para comenzar su vida como estudiante en la Western Michigan University. Fue severamente torturado y golpeado, incluso en las plantas de los pies, hasta que proporcionó a sus torturadores una confesión.

La facultad de la Western Michigan University emitió una declaración en 2017 en respuesta a la noticia del encarcelamiento de al-Sweikat:

“Como académicos y maestros, nos enorgullecemos de defender los derechos de todas las personas, dondequiera que se encuentren en el mundo, a hablar libremente y a debatir abiertamente sin obstáculos ni temores. Declaramos públicamente nuestro apoyo a Mujtaba’a y a los otros 13 que enfrentan una ejecución inminente. Nadie debe enfrentarse a la decapitación por expresar creencias en protestas públicas.

“Mujtaba’a demostró ser una gran promesa como solicitante de estudios en el idioma inglés y prefinanzas. Fue arrestado en las puertas del aeropuerto cuando se preparaba para abordar un avión para visitar nuestro campus. No sabíamos que en el momento en que estábamos listos para darle la bienvenida, había sido encerrado, golpeado y torturado y se le hizo ‘confesar’ a los actos por los cuales fue condenado a muerte».

El régimen saudí, encabezado por su gobernante de facto, el príncipe Mohammed bin Salman, ignoró tanto esta protesta como otras emitidas por las Naciones Unidas y organizaciones de derechos humanos, convencido de que goza de impunidad absoluta basada en el apoyo que recibe de Washington.

El baño de sangre organizado por el régimen saudí el martes fue el más grande desde 2016, cuando decapitó a 47 hombres en un solo día, incluido el prominente clérigo y jeque chií Nimr Baqral-Nimr, un destacado portavoz de la oprimida minoría chií de Arabia Saudita. Los asesinatos estatales desataron protestas furiosas en toda la región, incluso en Teherán, donde multitudes invadieron la embajada saudí. Riad aprovechó el furor como pretexto para romper las relaciones diplomáticas con Teherán y para intensificar su campaña contra Irán en todo Oriente Próximo.

Desde entonces, la implacable represión en la provincia Oriental se ha unido a la guerra cuasi genocida que libran las fuerzas lideradas por los saudíes contra Yemen, que ha cobrado la vida de al menos 80.000 yemeníes y dejado a más de 24 millones de personas, el 80 por ciento la población, en necesidad de asistencia humanitaria, muchos de ellos al borde de la inanición.

La monarquía sunita ve el ascenso de los rebeldes hutíes en Yemen como una amenaza potencial para su propia situación interna, temiendo que pueda inspirar a la población chiita oprimida a rebelarse.

La principal responsabilidad de los crímenes del régimen saudí recae en su principal patrocinador, el imperialismo estadounidense. La monarquía salvaje en Arabia Saudita, con sus decapitaciones públicas, no es simplemente un remanente del atraso feudal. Es más bien el producto directo de la intervención imperialista de los Estados Unidos en Oriente Próximo, desde las concesiones obtenidas por Texaco y Standard Oil en los años 1930 y 1940 hasta las ventas masivas de armas que han convertido a la monarquía saudita en el cliente número uno del complejo militar-industrial de los Estados Unidos.

Washington ha respondido a las decapitaciones masivas en Arabia Saudita con un silencio ensordecedor. El día antes de que se anunciaran las decapitaciones, el Departamento de Estado emitió una declaración en relación con el severo endurecimiento de las sanciones punitivas contra Irán, exigiéndole que «respete los derechos de su pueblo», pero no hubo tal llamamiento para Riad, ni mucho menos una condena de la decapitación de menores en las plazas públicas.

El Pentágono y la CIA son socios de pleno derecho en la represión de la monarquía saudí en el país de la misma manera en que EUA le ha proporcionado las bombas y la información de blancos, junto con el reabastecimiento de combustible en el aire para bombarderos saudíes, que han hecho posible la guerra criminal contra Yemen.

Si bien el asesinato estatal y desmembramiento salvaje del periodista disidente saudí, Jamal Khashoggi, en el consulado de la monarquía en Estambul en octubre pasado provocó una breve ola de recriminaciones contra Arabia Saudita, este crimen atroz ha sido en gran parte olvidado.

A pesar de que Riad está siguiendo los pasos mínimos de montar un juicio contra 15 funcionarios estatales acusados de llevar a cabo el espantoso asesinato, no se están tomando medidas contra el príncipe heredero bin Salman, quien ordenó el asesinato, o su asesor principal, Saud al-Qahtani, quien al parecer supervisó la tortura, el asesinato y el desmembramiento de Khashoggi a través de una conexión de Skype desde Riad.

Apenas hace un año, el príncipe heredero bin Salman fue recibido y festejado como un «reformador» por el Gobierno estadounidense, las universidades de Harvard y MIT, y una gran cantidad de multimillonarios estadounidenses, desde Bill Gates hasta Jeff Bezos y Oprah Winfrey.

Al disiparse la atención de los medios de comunicación en el asesinato de Khashoggi, este mito se está volviendo a promover, incluso frente a tales decapitaciones en masa. El día después de las ejecuciones, los principales financieros de Wall Street subieron al escenario con representantes del régimen en una conferencia financiera patrocinada por la monarquía en Riad.

El CEO de BlackRock, Larry Fink, el CEO de HSBC, John Flint y el director de operaciones de JPMorgan, Daniel Pinto, estuvieron presentes, junto con el director ejecutivo de Morgan Stanley para Asia, Chin Chou. El gigante petrolero Aramco, estuvo presente.

Fink de BlackRock evadió una pregunta sobre las ejecuciones en masa y dijo: «El hecho de que haya problemas en la prensa no me dice que debo huir de un lugar. En muchos casos me dice que debo correr e invertir ahí porque lo que más tememos son las cosas de las que no hablamos».

Las ejecuciones en Arabia Saudita proporcionan un prisma apropiado para ver toda la política de los Estados Unidos en Oriente Próximo. El baño de sangre es una manifestación de los objetivos depredadores perseguidos por el imperialismo estadounidense en la región. La defensa de Washington y su confianza en este régimen ultrareaccionario exponen todos los pretextos de sucesivas intervenciones militares de los Estados Unidos, desde la llamada «guerra contra el terrorismo» hasta la supuesta promoción de la «democracia» y los «derechos humanos».

Al final, una política exterior de los Estados Unidos que se basa en una alianza estratégica con la Casa de Saud, inevitablemente demostrará ser un castillo de naipes que se derrumbará con el resurgimiento de la lucha de clases en Oriente Próximo, los Estados Unidos e internacionalmente.