El Ministro de Defensa de los Estados Unidos, general James Mattis, ha finalizado su gira de cuatros días por Brasil, la Argentina, Chile y Colombia, con el objetivo central de recuperar autoridad en una región en la que Washington ha ido perdiendo influencia en forma creciente en las últimas dos décadas, tanto en aspectos comerciales como de inversión y estratégicos.

Los adversarios de Mattis (apodado “perro rabioso” entre el cuerpo de marines del que formó parte durante 44 años), son el multilateralismo, al que se ha plegado una gran parte de los países de América Latina y el Caribe, la integración regional —generada por los gobiernos progresistas de la primera década y media del siglo XXI—, y la resistencia de varios Estados al modelo de subalternidad neocolonial injerencista, ahondado por Trump desde su asunción en 2016.

Mattis aterrizó para constreñir, limitar e intentar reducir la influencia de sus dos competidores centrales: China y Rusia. Ambos desafían el hegemonismo histórico del Pentágono en la región a partir del desarrollo de rutas comerciales, acuerdos diplomáticos y cooperaciones estratégicas que no tienen como contraparte la imposición de modelos gubernamentales alineados con las trasnacionales ni imposiciones de financiarización característicos del neoliberalismo depredador.

Uno de los funcionarios de más alto rango del área que comanda Mattis, el subsecretario adjunto de Defensa para Asuntos del Hemisferio Occidental, Sergio de la Peña, afirmó que “nos preocupa que China tiene una forma de hacer negocios que no necesariamente responde de la mejor manera posible a los intereses de nuestros socios en el hemisferio (…) Son generosos con sus préstamos pero si no puedes pagar conseguirán a cambio algún tipo de compensación”. Ése es el esquema extorsivo que Estados Unidos ha cumplido históricamente en la región, junto a los organismos multilaterales que controla, sobre todo el FMI.

 

Moscú no cree en lágrimas

Otra de las preocupaciones (no explicitadas por el Pentágono) es el acuerdo alcanzado en abril pasado en Moscú, entre Venezuela y Rusia, rubricado por el jefe de las fuerzas armadas Vladimir Padrino López, y su par, el general de ejército Serguéi Shoigú. En ese Tratado –ratificado el último 7 de agosto en Caracas— se formalizó la realización de Operaciones Combinadas Conjuntas e Integrales entre el Comando Estratégico Operacional de la Fuerza Armada Nacional de Venezuela (CEOFAN) y el Grupo Aéreo Estratégico de la Fuerza Aeroespacial Rusa. Uno de los núcleos centrales del acuerdo fue la protección del acceso a las redes satelitales compartidas, uno de los capitales estratégicos más acuciantes en el control y el monitoreo geopolítico. Desde 2016, el Comando Sur trabaja en la ampliación y coordinación de ciber-bases militares no territoriales en conjunto con la NASA y la Agencia de Inteligencia Geoespacial, con el objetivo de la creación de un satélite para la South Cyber-Container Initiative, destinado a detectar actividades en la web. Del desarrollo participan, además, el Departamento de Seguridad Nacional (DHS, por su sigla en inglés) y el Buró Federal de Investigaciones (FBI). Lo que está en disputa es el uso de la red por parte de los gobiernos y los ciudadanos.

La Estrategia de Defensa Nacional del Pentágono (NDS, por su sigla en inglés) propone –como forma de resistencia al avance chino y ruso en la región— la confirmación de alianzas múltiples con actores jurídicos (como los jueces Sergio Moro o Claudio Bonadío), con medios de comunicación acólitos y con think-tanks académicos que terminan funcionado como agencias de investigaciones. El subcomandante del Comando Sur, Joseph P. Di Salvo, de reciente visita en Quito, fue explícito en que “debemos pensar en una estrategia nueva que más que un Plan Colombia sea un plan Sudamérica, donde todo el mundo pueda combinar sus esfuerzos y así luchar contra esto [el narcotráfico, el terrorismo y la corrupción]”.

El denominado Plan Colombia –instaurado para limitar las plantaciones de coca y enfrentar las revueltas político-militares encauzadas por la FARC y el ELN— redundó en la duplicación de los cultivos (desde el año 2000) y la configuración de ese país como el máximo comprador de armas per cápita de la región, con el 3,1% de su PBI invertido en aparatología bélica (10.000 millones de dólares en 2017), casi el doble que la más extensa pero ligeramente menos poblada Argentina. El socio prioritario de Estados Unidos en la región posee uno de los índices más altos de homicidios en el continente: 331.470 entre 1998 y 2012 con una tasa de 51,5 por cada 100.000 habitantes.[1] El Plan Colombia ha sido exitoso en invisibilizar —en los titulares de los medios hegemónicos— esta sangría sistémica, naturalizada por los propios gobernantes. Desde la firma del acuerdo de paz de diciembre de 2016 han sido asesinados 295 dirigentes sociales de grupos vulnerables.[2]

Los intentos de articulación de un Plan Sudamérica, planteado por Mattis en sus reuniones en Rio de Janeiro, Buenos Aires, Santiago de Chile y Bogotá, incluyeron también la búsqueda de garantizar la sobrevivencia del Grupo de Lima —entente organizada por Estados Unidos  para desestabilizar a Caracas en el marco de la OEA—, resquebrajado por el duro golpe que sufrió con el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en México: uno de sus tres pilares (junto con Temer y Macri) ha adelantado que no seguirá siendo parte de la ofensiva contra el presidente Maduro.

Mattis evidenció, en sus reuniones en Brasil, claras muestras de inquietud en relación con la sobrevivencia del régimen chavista, la superación de las rebeliones en Nicaragua y la vitalidad del gobierno de Evo Morales. En ese marco alabó la actitud del Ministro de Defensa argentino, Oscar Aguad, que cumplió con los compromisos asumidos en Miami el 9 de febrero último, cuando acordó con el Comando Sur –en reuniones de las que participó también la Ministra de Seguridad Patricia Bullrich— el traslado de tropas militares a La Quiaca, en la frontera con Bolivia, bajo pretexto de controlar el narcotráfico. El 23 de julio el presidente Mauricio Macri modificó el decreto 727/06 que prohibía el uso de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad al interior de las fronteras, e incluyó en las nuevas formas de “agresiones externas”, que el Pentágono aplaudió por la amenaza que supone al Estado Plurinacional de Bolivia, integrante –junto con Venezuela, Managua y La Habana— del ALBA, Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América. Los acuerdos alcanzados en febrero –entre Aguad y el Comando Sur— contienen (como premio) capacitaciones para los uniformados que se desplacen en las fronteras, “en la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico”.

 

La paciencia del dragón

El jefe del Pentágono es el quinto funcionario de alta jerarquía del gobierno de Trump que visita la región: en los viajes anteriores participaron el vicepresidente Mike Pence, los dos jefes sucesivos del Departamento de Estado (Rex Tillerson y Mike Pompeo), y el titular del Comando Sur, almirante Kurt Tidd, encargado de supervisar las bases militares insertas en América Latina. La anunciada presencia de Trump en Lima, en abril de este año, en el marco de la asamblea de la OEA, fue cancelada, según se informó, por la crisis en Siria, que saldó con bombardeos. La contracara de esta repetida ausencia fue la presencia del líder chino, Xi Jinping, quien visitó la región tres veces los últimos cuatro años.

La creciente tirria de Washington contra China se vincula con el poderío económico y tecnológico y con el incremento de sus vínculos con América Latina y el Caribe. Según un informe del Foro Económico Mundial, China es el principal socio comercial de Argentina, Brasil, Chile, Perú y Uruguay. Es el segundo de México y sus inversiones han sumado (desde 2003 hasta 2018) 120.000 millones de dólares, más de la mitad de ese monto en el último sexenio.  Uno de los más claros exponentes de esta presencia (disruptiva para el Pentágono) es la estación espacial construida por Pekín en Neuquén –en el marco de un acuerdo firmado durante el gobierno kirchnerista y aprobado por el Congreso Nacional en 2015— orientada al desarrollo y al monitoreo del ciberespacio, a cargo de la Agencia Nacional de Lanzamiento, Seguimiento y Control General de Satélites de ese país. Según analistas cercanos a la delegación diplomática de Estados Unidos en la Argentina, esa presencia china es una de las razones fundamentales por las que Washington ha decidido instalar un Centro de Operación de Asistencia Humanitaria y Desastres Naturales financiado por el Comando Sur,  también en la provincia de Neuquén, a pocos kilómetros de la base china.

El periplo de Mattis intenta recuperar los casilleros perdidos, al mismo tiempo que su gobierno entabla variadas formas de guerra comercial contra sus más cercanos socios como México, Canadá, la Unión Europea y Japón. Además difunde a través de su Presidente discursos supremacistas –cuyas víctimas prioritarias son latinoamericanos y afrodescendientes— y cataloga a los migrantes como delincuentes. En esa misma lógica, Trump ha ampliado las presiones contra todo proyecto soberano de la región, ha roto el Acuerdo de Paris (relacionado con el Cambio Climático); ha abandonado el Tratado Comercial Transpacífico —conocido como TPP—, con el que se pretendía implementar un área de libre comercio en el sudeste asiático; ha deshecho el acuerdo de no proliferación nuclear con la República Islámica de Irán (caratulado como 5+1); y ha discontinuado el Tratado de Libre Comercio (TLC) con México y Canadá. Las sobreactuaciones y promesas de cooperación militar intentan reafirmar su predominio en la región, tarea prioritaria del Comando Sur.

 

Trump con Mattis. Un águila guerrera

 

China, por su parte, ha ampliado la inversión en América Latina. Por ahora no reclama alineamientos estratégicos. No exige tipologías gubernamentales ni demanda proscripciones políticas. Beijing se consolidó como uno de los más importantes compradores de petróleo a Venezuela –mientras Washington extendía su bloqueo a Caracas—, invirtió en infraestructura (como las represas planificadas en la Provincia de Santa Cruz, Argentina) y no quebró pactos acordados. El gobierno de Trump posee 800 bases militares en todo el mundo, de las cuales 76 se ubican en América Latina y el Caribe. En Sudamérica posee 9 en Colombia, 8 en Perú, 3 en Paraguay, 1 en Guyana y 1 en Surinam. A todas estas se debe sumar la que se encuentra instalada en territorio argentino, en las Islas Malvinas, dado que pertenece a la OTAN, cuyo principal socio es Estados Unidos.

El martes 14  Mattis llegó a Río de Janeiro, donde fue despertado por un sostenido tiroteo proveniente de la favela de Mangueira, ubicada en las cercanías de su hotel. Probablemente haya sido la primera evidencia de las externalidades del sistema que promueve. El Plan Sudamérica, de operativizarse, podría ser mucho más ruidoso.